El verano pasada hice un trozo del Camino de Santiago.
La vida, mi vida, había dado un giro.
Yo sabia que ese giro estaba por llegar a mi carretera personal, pero cuando sucedió no supe gestionarlo de otra manera que marchándome a caminar.
Caminé, lloré y empecé a asumir.
La vida, que es muy pilla, me trajo una compañera de caminata durante uno de los días.
Y también me trajo un ángel para cuidarme los dos días que decidí hacer un paro en el camino.
Recuerdo que en los bajones emocionales me juzgaba por haber tomado la decisión de marchar sola.
Me juzgaba por haber organizado todo en 4 días.
Me juzgaba por no estar en forma.
Me juzgaba por no vivir cerca de la naturaleza.
Me juzgaba por insistir en ponerme al límite.
Me juzgaba por sentirme débil.
También recuerdo los millones de regalos que en esas casi dos semanas llegaron a mi.
Entre ellos aprender a coger la mano que te es ofrecida.
Pero sobre todo, el darme cuenta que yo soy mi peor enemiga...
También a reconocer que soy mi mejor amiga.
Y que soy lo más sagrado que poseo.
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