
Siento un fuerte respeto por las niñas y los niños de mi vida. Son mis pequeños grandes maestros.
Me gusta observarles cuando piensan que nadie les está mirando (mis sobris siempre me pillan y me preguntan que por qué les miro) porque les veo salvajes, puros, con esas heridas que empiezan a asomar. Una de las cosas que más me ha costado entender en mi vida, es que los niños traen heridas, como las hemos traído todos y que no podemos hacer nada para evitarlas. Más fácil fue ver que está a nuestro alcance darles las herramientas para que aprendan a gestionarlas, y sobre todo, predicar con el ejemplo, decirles que está bien estar triste si nunca les mostramos nuestra tristeza no sirve de mucho.
Siento que mi responsabilidad como adulta a la que ellos miran (sin obligación de educar) es ser impecablemente honesta. Y decirles que es verdad, que todos los días son días diez por el simple hecho de vivirlos, y que son los seres más inteligentes con los que me he cruzado; y que son perfectos por ser quienes son; que la magia existe y no solo en los cuentos; y que los miedos no son reales, sino un invento de los adultos...
Mi corazón se rompe en pedazos cuando nos veo volcando una enorme responsabilidad sobre esas pequeñas personas que solo deberían hablar de jugar, saltar, correr, pelear, pintar, cantar, bailar, luchar, reír, compartir y disfrutar.
Y sobre todo, siento que nada de lo que nadie les pueda enseñar va a llevar una impronta tan auténtica y verdadera como la sabiduría interna que ellos poseen y nos empeñamos en ignorar.
Solo se puede vivir viviendo, no les robemos también eso.
Mirándote no solo cuidas de ti, los cuidas a ell@s.
Mírate mucho.
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